Cuando el cerdo ibérico es todavía un lechón, permanece en la zahúrda esperando a que los alcornoques y guejigos de las dehesas se llenen de bellotas. Llegado este momento, los cerdos ibéricos pasan a la montanera, donde el cerdo vive en libertad hasta su sacrificio.
Cuatro factores convierten a los jamones y paletas del cerdo ibérico en un prodigio gastronómico: la raza, endémica de la Península Ibérica, cuya carne ofrece unas características sápidas excepcionales; el ecosistema de las dehesas, con sus bosques de alcornoques, encinas y quejigos que cubren el suroeste de la península ibérica y cuyo fruto -la bellota- es el alimento fundamental de los cerdos durante los meses que preceden al sacrificio; el manejo extensivo de los cerdos que exige una crianza en libertad; y el sistema de curación natural al que se someten las piezas, lento y reposado, que sólo después de muchos meses hace posible que estos jamones ibéricos den de sí todo lo que llevan dentro.
Cuando los cerdos llegan a los mataderos, se someten a un tiempo de reposo. Tras el sacrificio, en los meses invernales, entre Diciembre y Marzo, los perniles, perfectamente desangrados y oreados, inician su proceso de elaboración lenta.
Un día de permanencia en sal por cada kilo de peso viene a ser el tiempo aproximado al que se suelen someter las piezas, que variará en función del peso, pureza racial y tipo de alimentación de los cerdos.
Durante treinta o sesenta días, los jamones permanecen en cámaras a temperaturas y humedad relativa controladas, con el objeto de que eliminen lentamente su humedad superficial y se alcance una correcta difusión de la sal en la pieza.
Acto seguido pasan a secaderos naturales situados en la parte superior de los edificios, donde los jamones se someten al proceso denominado "sudado" que propicia una fusión progresiva de su grasa infiltrada.
Todo consiste en olvidarse del tiempo.
No valen las prisas ni las maduraciones forzadas. Es importantísimo que la temperatura de los jamones y paletas ascienda de manera progresiva. Con lentitud, de forma gradual y controlada.
Cerrando o abriendo ventanas convenientemente y protegiendo el jamón ibérico de cualquier sobresalto térmico.
Llegada la proximidad de los meses de verano la exudación de los jamones se torna tumultuosa. El chorreo de grasa es mucho más acusado. Durante ese periodo los cambios de temperatura resultan fundamentales. Al "sudado" de grasa diurna sigue una concentración y enfriamiento nocturno de las piezas. Todos los aromas ocultos comienzan a aflorar paulatinamente. Los perfumes de sus capas adiposas expanden su delicada fragancia entre todo el magro.
La estrechez de la caña, el color de la uña y lo estilizado de su silueta son los auténticos rasgos de identidad de los jamones ibéricos.
En el perfil de los jamones ibéricos de la Sierra de Huelva predomina la longitud sobre la anchura; la cara externa presenta el cuero cortado en forma de V, y está recubierta por una gruesa capa adiposa brillante; mientras que, la cara interna está salpicada por la flora micótica, blanca o gris azulada, rasgo inequívoco de su lento y característico proceso de maduración en bodega.
La apertura de un jamón ibérico constituye un rito sacramental casi litúrgico.
Su degustación proporciona ese tipo de placeres que exigen cuidar todos los detalles.
El ritual de una correcta degustación presupone efectuar un corte correcto. Cortado a mano, según mandan los cánones, o a máquina, lo importante es obtener lonchas finas, casi transparentes, que se deshagan en la boca esparciendo todo su aroma y sabor.
Pese a la belleza que comporta el corte manual artesano, con ambos procedimientos un buen jamón ibérico debe resultar igualmente suculento.
Un jamón de esta procedencia no debe comerse recién salido de la bodega. Es preciso procurar que se atempere durante un par de días.
La carne untuosa y fragante del jamón de cerdo ibérico, resbala en la boca dejando tras de sí aromas exquisitos.
Los jamones ibéricos presentan al corte numerosas vetas de grasa entreveradas entre su carne magra, cuyo color fluctúa entre el rosa y el rojo púrpura, según sea su grado de curación y envejecimiento.
Además, también presentan una desmesurada brillantez a consecuencia del bajo punto de fusión de la grasa proporcionada por la bellota, fruto de las encinas, alcornoques y quejigos que intervienen de forma decisiva en el engorde de los cerdos de raza ibérica.
Son piezas en las que la grasa, mucho más acusada que en otras razas porcinas, determina su riqueza en fragancias, únicas en el mundo. Sin esas infiltraciones intramusculares, que cuando están bien distribuidas se asemejan a las vetas del mármol más fino, su carne no alcanzaría rango de auténtica delicia.
Detrás de los jamones ibéricos de bellota subyace todo un laberinto de matices y sutilezas, lo que hace grande a este producto gastronómico único y singular.